Soporta Albert Rivera algo que no es un sambenito sino una canallada,
a cuenta de una supuesta adicción suya a la farlopa, que se habría
manifestado en alguna intervención pública atropellada o en el
enrojecimiento nasal que adorna un primer plano de su cara que se ha
hecho bastante más que viral en las redes sociales.
A esta campaña
contribuyen denodadamente adversarios políticos y periodistas, que no
desaprovechan la ocasión de extender la maledicencia, ya sea como broma
de mal gusto o, incluso, como crítica política.
El último episodio ha tenido como excusa un control aleatorio de
explosivos en el aeropuerto de Barcelona, que el de Ciudadanos se había
saltado por indicación de los policías de su escolta, y que varios
medios presentaron además como un control antidrogas, sugiriendo que lo
habría esquivado para evitar esa incontestable prueba del nueve que
certificaría su dopaje.
A Rivera se le han hinchado las narices y ha
anunciado que estudia acciones legales contra quienes han difundido el
bulo, al que dio crédito el secretario de Organización de Podemos, Pablo
Echenique, aunque luego corrigiera el tiro, y nunca mejor dicho. Juan
Carlos Monedero, pionero en estas insinuaciones que en su día se
solventaron antes de llegar a juicio, no pisó esta vez el fascinante
charco que se extendía a sus pies.
Usar presuntos vicios privados, reales o inventados, para aniquilar
al adversario es, por desgracia, un recurso grosero pero habitual que,
si algo refleja, es la degradación de la política y de cierto periodismo
que no se conforma con la diatriba y necesita de otros martillos
inmorales para forjar la opinión pública a su capricho. Contra el
enemigo vale todo en una contienda insensata en la que no se hacen
prisioneros.
Pasqual Maragall, tan añorado en estos tiempos hasta el punto de
que todos los partidos catalanes se han puesto a buscar como candidato a
la alcaldía de Barcelona a alguien que vagamente se le parezca o pueda
presentarse como su heredero legítimo, fue objeto de un linchamiento
similar con insidias sobre su afición a los espirituosos, hasta el punto
de atribuir algunos de sus comportamientos a los mareantes vahos de la
malta destilada.
No fue la única víctima. Antes de que las diferentes orientaciones
sexuales se normalizaran, se desataron campañas sobre la homosexualidad
de ciertos políticos, entre ellos Borrell, al que se le llegó a atribuir
un novio torero, o el propio expresidente Rajoy, contra el que se
blandía la recomendación que le habría hecho Fraga de que se casara
rápidamente si quería llegar a algo en política.
Puede que éste sea un
país de vecindonas que se alimenta de comadreos, chismes y embustes pero
no deja de ser peligroso que se utilicen políticamente para el
descrédito personal.
A Rivera se le puede encontrar droga dura en sus propuestas, en sus
cambios de estrategia de veleta de campanario, en sus contradicciones, o
en su nacionalismo sobrevenido con el que pretende adelantar al PP por
la derecha sin ni siquiera poner el intermitente. Lo sangrante es que
algunos de los que le miran la nariz acostumbran a dar un doble uso a
las tarjetas de crédito en los cuartos de baño sin que la hipocresía les
ruborice.
(*) Periodista
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