“El Supremo se ha convertido en un palacio de intrigas”
José Miguel Sieira. Ex presidente de la Sala Tercera.
Hubo una época en la que un presidente de Sala era un
semi dios para sus propios magistrados. Presidentes hubo que cortaban la
respiración de sus jueces cuando hablaban de derecho o cuando presidían
una vista. Plenos de auctoritas y también de conocimientos jurídicos y
de experiencia, marcaban impronta, hacían escuela y ejercía su poder.
Los jueces son independientes y no tienen jefes; no reciben órdenes.
Los
mecanismos de su magisterio eran más sutiles y, en caso de que
fallaran, también podían usar los instrumentos que la ley les deja en la
mano para ejercerlo. Entre otros, su poder reside en la facultad de
avocar a pleno el asunto que así decidan. La decisión presidencial, sin
discusión posible, de retirar un pleito al tribunal encargado de decidir
sobre él y hacer que sea la totalidad de magistrados de la Sala los que
decidan sobre el mismo.
Un poder que no es mediano. Los presidentes de
ese tiempo mitológico del que les hablo conocían lo que sucedía en sus
salas, veían venir las desavenencias, podían detectar las posturas
unilaterales o bien deseaban querer imponer su propio criterio jurídico.
Nunca hubieran convocado un pleno para no ganarlo. Desarrollaban todo
un sutil mecanismo destinado a conocer de forma más o menos aproximada
cual era el pensamiento jurídico de sus jueces y un cálculo de fuerzas
para saber a priori cual sería el resultado de avocar el tema al
escrutinio plenario.
Esa potestad y esa habilidad
fueron rápidamente detectadas por el poder político. Ese es uno de los
motivos por los que los partidos gobernantes encontraron la forma de
poder nombrar de forma discrecional a los presidentes que preferían.
Incluso hallaron vericuetos para quitarse de en medio a los que no
querían -algún día les recuerdo cómo forzó el PP a volver al TS al
presidente de la Sala de lo Penal de la Audiencia Nacional, Siro
García-. Todo esto viene al caso para que se entienda hasta qué punto es
anómala, más allá del escándalo espontáneo generado, la decisión del
presidente de la Sala III del Tribunal Supremo de avocar a pleno el
asunto de las hipotecas ahora.
Lo cierto es que, si existía un problema
de divergencia de criterios, Luis María Díez-Picazo debería de haberlo
elevado al pleno antes de que se produjera la decisión que ha hecho
felices a millones de españoles durante menos de 24 horas. Un presidente
que sabe que uno de sus tribunales va a tomar una decisión que altera
la postura jurisprudencial de su sala y de rebote hasta de otras,
debería de haber tenido los reflejos de ejercer de presidente. ¿Por qué
no lo hizo entonces? ¿Por qué ha sometido al más alto tribunal al
escándalo de enmendarse la plana en menos de un día dando una marcha
atrás escandalosa que deja al descubierto muchas de las vergüenzas del
Tribunal Supremo?
Más allá de la cuestión concreta,
esta decisión inaudita y que jamás se había producido, deja al
descubierto la degradación institucional a que ha sido sometido el
máximo órgano jurisdicción del Reino de España. Y es que, como voy a
intentar explicarles, el problema del Tribunal Supremo actualmente ya ni
siquiera puede medirse en términos de politización de sus miembros o de
obediencia partidista.
Eso es una explicación poco real de problema al
que nos enfrentamos. El Tribunal Supremo sufre de algo aún peor, sufre
de nepotismo, de amiguismo, se ha convertido en un coto de familias
judiciales y de individuos que se deben favores, el primero de ellos el
de haber sido promovidos a él. Todo esto sea dicho con el
establecimiento de honrosas excepciones.
Díez-Picazo
lo ha hecho rematadamente mal y el camino para enmendarse que le han
marcado va a ser aún peor. Lo ha hecho pésimamente y lo cierto es que a
nadie puede sorprenderle porque ¿quién es Díez-Picazo más allá del amigo
de Lesmes? Su nombramiento como magistrado del quinto turno -procedente
de la docencia y no de la judicatura- ya fue un favor inicial de
Lesmes, pero su designación como presidente de la Sala Tercera
arrebatándole su prórroga de mandato al prestigiosísimo José Miguel
Sieira rozó límites de escándalo inauditos.
El nombramiento del hombre
que ahora paraliza los recursos y avoca a pleno el asunto de las
hipotecas, costó los votos particulares de los vocales que se negaron a
nombrarlo frente “al candidato que realmente brillaba con luz propia por
su brillante gestión” que era Sieira. Tal fue el escándalo interno que
magistrados denunciaron la presión ejercida por Lesmes sobre los vocales
para conseguir el nombramiento de su protegido, provocó que el
nombramiento fuera impugnado y que, incluso, se hiciera llegar el asunto
al relator de la ONU.
Al flamante presidente poco le importó todo eso y
muy pronto demostró la fidelidad a la mano que lo alimenta cuando
rechazó admitir una demanda contra el propio Lesmes por sus manejos en
el CGPJ, alegando que “esta sala debe ser deferente con el Consejo”.
Deferente. La Sala llamada a controlar debe ser deferente con el
controlado.
Sieira era un bastión que batir por el
presidente del CGPJ, entre otras cosas porque existían fuertes tensiones
respecto a la forma en la que consideraban que la Sala Tercera debía
ejercer su control respecto a las decisiones del propio Lesmes, del
Consejo y del Gobierno, así que sacaron al obstáculo de la presidencia y
no le dejaron seguir ni como presidente de sección. Fue relegado a
simple magistrado.
El amigo de Lesmes no se ha
enterado de lo que se cocía en su Sala o si se ha enterado no ha sabido
manejarlo. Raro es, de todos modos, que no supiera nada porque el voto
particular contrario a la decisión de atribuir el impuesto a los bancos
ha sido, ni más ni menos, que de Dimitry Borboroff, casi recién llegado a
la Sala Tercera tras otro empeño personal y tortuoso del propio Lesmes.
Así que, si las cadenas de amigos, conocidos y reconocidos no fallan,
ambos deberían de haber sabido que esta decisión novedosa y que cambiaba
toda la jurisprudencia podía producirse.
Todo esto
lo cuento sólo para dejar constancia del problema real para nuestro
Estado de Derecho que late tras la constante pérdida de credibilidad y
de calidad jurídica del Tribunal Supremo. La cuestión de las hipotecas
deja al descubierto unas vergüenzas que cuando se relatan muchas veces
en relación con cuestiones como las anomalías procesales del Caso
Procès, son rebatidas con un gesto agrio y patriótico.
El episodio del
impuesto de las hipotecas responde a la misma pendiente de desprestigio,
de destrozo, de escándalo por la que lleva tiempo deslizándose el
máximo tribunal. Un poder omnímodo en manos muy privadas. Porque ¿quién
controla ahora mismo al controlador de todos si no es él mismo? ¿qué
responsabilidades tiene y ante quién las rinde si no hace bien su
trabajo sino ante sus propios miembros? Excepto que sean los poderes
fácticos los únicos con posibilidad de hacerles recular como estamos
viendo.
Y no echen la culpa infantilmente ni a las
reminiscencias franquistas, como hacen muchos a veces, ni siquiera a los
partidos. Ya han visto que analizar lo que sucede cada vez se parece
más a Falcon Crest que a la crónica de tribunales. Y no, no hay ninguna
conspiración para desprestigiar al Tribunal Supremo como van contando.
Ya ha quedado claro que no hace ninguna falta. No necesitan a nadie. Son
perfectamente capaces de desprestigiarse ellos solos.
(*) Periodista
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