viernes, 2 de marzo de 2018

La República española siempre empieza en Catalunya / Sergi Alcàzar *

El Parlament de Catalunya, la institución que encarna la voluntad política de los catalanes, ha proclamado -por cierto sin la solemnidad propia de un acontecimiento de esta categoría- la legitimidad del president Carles Puigdemont. Eso significa que los catalanes quieren que este hombre sea su president y si no puede ser es porque el sistema democrático no funciona correctamente o ha dejado de ser democrático. 

Después, por la tarde, desde el exilio, el muy honorable afirmaba que "nos toca a nosotros encontrar la manera de seguir defendiendo y promoviendo los valores de la República, de defender nuestros derechos democráticos, de denunciar y perseguir los abusos cometidos por el Estado español, y hacerlo a fin de que llegue a todo el mundo.

Que el mundo conozca mejor los abusos de un régimen que pone a su jefe de Estado al frente de la estrategia de ir a por los catalanes, el inefable e inolvidable "a por ellos" alentado desde una monarquía que ya ha dejado de representar, por decisión propia, a todos los ciudadanos, y que sólo quiere representar a los que piensan de una determinada manera".

Si las protestas del domingo pasado en Barcelona contra Felipe VI marcaron una inflexión en la relación de la monarquía española con los ciudadanos, el discurso de ayer de Puigdemont plantea un conflicto institucional de la Generalitat con la dinastía borbónica que convierte la institución catalana en un foco de disidencia que tan solo empieza y que parece que va para largo. En Girona le hacen el vacío, y Cervera, la ciudad que apoyó a Felipe V, ha decidido retirar todos los retratos de los borbones. A ver quien sigue mañana.

Observando los antecedentes históricos, resulta que son los catalanes los que suelen convencer a los españoles de librarse de la Monarquía y optar por la República. Sucedió con la Gloriosa y la Primera República, cuyos primeros gobiernos fueron presididos por catalanes como Estanislau Figueras y Prancesc, Pi i Margall. Lo mismo se puede decir de la Segunda República, proclamada el 14 de abril de 1931, precisamente en Barcelona por Francesc Macià.

Ya lo dijo Jordi Solé Tura, que no era nada independentista, más bien todo el contrario. Sostenía que el nacionalismo catalán no era más que una versión territorial del regeneracionismo español que surgía como reacción en los momentos de decadencia.

En este sentido, se puede interpretar que Puigdemont, con su actitud de denuncia de la monarquía, interpela no sólo a los catalanes, sino también a los demócratas y republicanos españoles ante la involución democrática del Estado que está propiciando el Gobierno del Partido Popular con la colaboración de los partidos dinásticos, incluido un partido socialista que lleva la República en su ideario fundacional, pero que ejerce con todos sus esfuerzos de quintacolumnista para impedirla.

No es exagerado sostener que el sistema político español se encuentra, desde un punto de vista democrático, en un momento de decadencia, teniendo en cuenta la corrupción generalizada, la pérdida de credibilidad de las instituciones, muy especialmente del poder judicial, la restricción a las libertades, la represión violenta de las protestas -sean abuelos soberanistas o jubilados de Bilbao- y la persecución de los disidentes, sean artistas, comediantes o mecánicos de coche. Y no hay contrapesos que reequilibren: la oposición en el poder legislativo es irrelevante y la libertad de prensa sólo se practica en los sótanos de la red.

Que el autoritarismo se ha convertido en la principal característica de la Marca España lo puso de manifiesto al propio rey Felipe en el discurso que le hicieron pronunciar en el foro económico de Davos. El Monarca tuvo que defender ante 70 jefes de estado y de gobierno que España tiene un régimen democrático. Excusatio non petita, accusatio manifesta. Nadie se imagina a los soberanos homólogos de Inglaterra, Suecia o Noruega hacer nada parecido, probablemente porque no ha lugar.

A raíz del golpe de estado del 23-F, La Trinca cantaba aquella irónica canción que acababa "...Y viva el Rey...ves qué remedio...". Ahora, según Puigdemont, el Rey ha pasado de ser un remedio, a formar parte del problema.



(*) Periodista


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