Esa comisión de la memoria histórica que
ha nombrado el Ayuntamiento de Madrid con la misión de expurgar la
arquitectura capitalina de homenajes y recuerdos a los golpistas del 36
es un buen ejemplo de las contradicciones, ambigüedades y vergüenzas de
la España de hoy. Es una comisión moderada, equidistante, levantada
sobre el consenso. Un consenso que la izquierda busca siempre
afanosamente, mientras la derecha, afín a los golpistas, solo lo acepta
cuando no tiene otro remedio. Nunca pondría en marcha una comisión así
un ayuntamiento del PP. Y, en efecto, no lo hizo. Esa es la gran
desigualdad en lo referente a la memoria histórica.
Los
herederos ideológicos y biológicos de aquellos golpistas están en todas
partes, en puestos políticos, ministerios, cargos de designación,
gobiernos de todos los niveles, dando órdenes y boicoteando todo intento
ajustar cuentas con el pasado y hacer justicia a las víctimas. A los
cuarenta años de la muerte del dictador, en cuya honra funciona una
Fundación Nacional Francisco Franco que se mantiene con dineros
públicos. No condenan la dictadura, obstaculizan la acción de los
tribunales y aceptan a regañadientes estas comisiones y siempre que se
hagan por consenso.
Y la izquierda timorata cede por miedo a la
reacción que puedan tener los descendientes de aquellos energúmenos, que
trajeron a España la paz de los cementerios y se pasaron luego 40 años
inscribiendo sus hazañas en piedra para que quede memoria. Y queda. Y no
quieren que se borre porque, aparte de que desaparecerían sus recuerdos
personales y de familia, se perderían sus efectos amedrentadores. Pues
que tal o cual calle lleve el nombre de un militar criminal no solo
reconforta a sus sucesores sino que sirve de advertencia y recuerdo de
qué sucede cuando la gente se arroga derechos inadmisibles como la
libertad y la seguridad.
Están
en el gobierno. Los casos de García Margallo y Morenés son los más
evidentes, pero todos los ministros son franquistas. El presidente del
Consejo de Estado, Romay Beccaria es un ejemplo típico de carrera
política hecha en el franquismo. Y franquistas hay en todos los
escalones del PP, ese partido fundado por un ministro de Franco que los
jueces consideran hoy una presunta asociación de malhechores. Están en
todas partes, incluso más o menos ocultos: franquistas y de extrema
derecha resultan ser los animadores de la Societat Civil Catalana,
una asociación que lucha contra el independentismo catalán aparentando
ser lo que no es. Son los descendientes de la clase político-militar
franquista. Han heredado el país, que sus antecesores se ganaron por
derecho de conquista, expolio y terror. Lo creen suyo. Y en buen parte,
lo es.
Por
eso el gobierno en funciones nombra a una funcionaria, nieta de
franquistas de postín, Cristina de Ysasi-Ysasmendi y Pemán, junto a una
diplomática para que, a modo de una task-force, vayan por el
mundo laudando el orden constitucional español. Su función es
neutralizar el relato que la Generalitat hace en el extranjero. Que el
gobierno recurra a una descendiente de franquistas (uno militar y el
otro un vate del régimen al que los tribunales permiten llamar
fascista), muestra el respeto que tiene por el orden constitucional que
dice defender.
Así
pues, el franquismo desembocó pacíficamente en este orden
constitucional y a los franquistas corresponde explicar sus
merecimientos, según los franquistas del gobierno.
Y,
mientras tanto, la izquierda sigue buscando el consenso que, en efecto,
como se ve hoy mismo, los otros solo aceptan si no tienen otro
remedio.
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