Decía Anatole France que la ley, en su magnífica ecuanimidad,
prohíbe, tanto al rico como al pobre, dormir bajo los puentes, mendigar
por las calles y robar pan.
La inteligente ironía del escritor francés,
hoy en España adquiere el rango categórico de metafísica judicial por
causa de las poliédricas actuaciones del Tribunal Supremo donde una
decadente pérdida de pudor produce que ni la apariencia ni el simulacro
constriña una manifiesta condena a Montesquieu en favor de los
poderes fácticos que convierten a la democracia española en un espacio
fallido, ya que una democracia es un régimen de poder cuya titularidad
nominal de la ciudadanía no se puede subvertir mediante la condicionante
influencia feudal de oligarquías económicas o estamentales.
La crisis metastatizada que sufre el régimen político español ha
sufrido, no sólo en el caso catalán sino también en el ámbito social y
político, como el caso de las hipotecas, un salto cualitativo en
relación con los vicios latentes que condicionan y ponen límites a la
arquitectura institucional que lo constituye, demasiado incardinada al
déficit democrático y el orden oligárquico como sustantivos de sus
orígenes fundacionales.
En este contexto, se está produciendo una
relectura de las reglas del juego por parte del Tribunal Supremo y la
Audiencia Nacional, con afectación a la manera de interpretar los
derechos y las libertades. El poder judicial toma el mando. Ello ha
supuesto el exilio y el repudio de la política como instrumento de
convivencia y vertebradora de la centralidad de la ciudadanía en
términos democráticos.
La crisis del régimen de poder del 78, régimen construido para darle
continuidad enjalbegada al franquismo sociológico, se produce cuando ya
es imposible, mediante la apariencia y la propaganda devenida en
uniformidad mediática, mantener el autoritarismo estructural del sistema
bajo la traza de una democracia en exceso degradada. El régimen se
atrinchera, para lo cual criminaliza el malestar y la protesta
ciudadana, la discrepancia y la alternativa política, convirtiendo todo
ello en materia de orden público y delito común.
No otra cosa es lo que
ha dicho el Tribunal Superior de Justicia del Estado Federal de
Schleswig-Holstein en el caso del “procés”; el argumento central del
tribunal alemán es el de que la calificación que hace el Juez Instructor
del delito de rebelión en sus autos, confirmados por el Tribunal
Supremo, es radicalmente incompatible con la democracia como forma
política. En la actuación del juez instructor y de la Sala de
Apelaciones hay un atentado contra la democracia tal como es entendida
esta forma política en el “espacio jurídico común de la Unión Europea”.
Es decir, que no aconteció nada que no se dé en “manifestaciones,
convocatorias de boicot o huelgas.”
En el caso de la rectificación insólita a sí mismo del
Supremo sobre el asunto de las hipotecas, existe una grosera parcialidad
a favor de la banca y en contra de los intereses de las mayorías
sociales, cuyos derechos están sometidos al balance de los bancos.
Ricardo de la Cierva, tan poco sospechoso de veleidades no
conservadoras, definía la monarquía de Alfonso XIII como generadora de
“un país cuyo staff and line socioeconómico se basaba en el
privilegio, en el aprovechamiento de la turbia zona tendida entre lo
público y lo privado y –tópico aparte- en las últimas estribaciones del
feudalismo.”
El parangón con la España de hoy es tan evidente que podría
decirse que la historia se ha parado en nuestro país. Los ciudadanos
han comprobado en sus propias carnes que la soberanía de la que son
titulares resulta pura apariencia ante el verdadero poder de las
minorías organizadas.
Como afirma Ulrich Beck, gobernar tiene lugar de
forma cada vez más privada y, por ello, al final el poder se sustancia
en esas decisiones cuidadosamente dolosas para proteger el error. Un
régimen se agota cuando la realidad que enarbola es una mera
suplantación.
(*) Periodista y escritor
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