Quienes se
hayan tomado la molestia de leer (o siquiera echar un vistazo, pues la
lectura concienzuda de tamaño bodrio provoca mareos) la famosa tesis del
doctor Sánchez ya habrán podido comprobar que no se trata tan sólo de
una hilarante ensalada de plagios.
También se trata de una verbena de
inanidades sonrojantes, con su guarnición de citas perogrullescas o
directamente apócrifas de libros y revistas que el doctor Sánchez no ha
leído ni por el forro (y que, además, siempre cita de forma chapucera,
trabucando los nombres de los autores de las formas más rocambolescas).
En este pavoroso engendro es posible también encontrar pasajes repetidos
hasta tres o cuatro veces (como si quien los escribió padeciese
amnesia), repartidos entre el centón de refritos hediondos, obviedades
de recuelo y pensamientos dignos de cualquier paramecio o ameba. No se
expone ni defiende ninguna tesis; ni siquiera se hilvana una pálida
argumentación; por momentos, el texto -de tono entre publicitario y
didáctico, como un power point para lerdos- parece salido de un caletre
espongiforme, que no hace sino ensartar charlatanescamente ridiculeces y
vacuidades.
No hace falta añadir que todo el texto es una orgía del
anacoluto, una verbena de la inconsecuencia lógica, un festival de la
sintaxis y la ortografía descuajeringadas. Dicen que lo ha escrito un
negro; pero sin duda debía tratarse de un negro jaranero o cantamañanas.
La tesis
del doctor Sánchez es, en fin, una ignominia que no sólo pone a prueba
los programas de detección de plagio, sino también los programas de
detección de vida inteligente. Si no conociéramos la trastienda del
bodrio, pensaríamos que la persona que lo ha escrito ha sido previamente
lobotomizada, o que ha pretendido reverdecer los logros del dadaísmo.
Pero tal bodriazo es el producto de la colusión entre las ínfulas de un
ambiciosillo sin escrúpulos (y con muchas ansias de medro) y una
universidad de chichinabo que reparte doctorados como se reparten
condones en una fiesta rave. Y decimos colusión porque estos apaños se
hacen en perjuicio de las universidades que todavía tratan de actuar con
exigencia (hasta donde el inicuo Plan de Bolonia lo permite), en
perjuicio de los profesores que se niegan a participar en contubernios,
en perjuicio de los estudiantes que hincan los codos y se dejan las
pestañas estudiando.
Produce, en verdad, repeluzno pensar en la
deshonestidad del autor del bodrio, en la lenidad del director que
amparó el desmán, en la desvergüenza de los miembros del tribunal que
concedieron la máxima distinción a un engendro semejante.
Produce
desaliento, un desaliento gigantesco, vivir en una época en la que tales
tropelías son encubiertas por una prensa lacaya.
Produce lástima,
infinita lástima, formar parte de una generación fanatizada por turbias
ideologías, que calla o incluso aplaude la impostura porque el doctor
Sánchez es «de los suyos».
Produce tristeza que las autoridades
académicas no intervengan, para descalificar el bodrio y declarar la
nulidad del tribunal que lo juzgó.
Produce asco que las facciones
políticas que sostienen al impostor no abominen de él, para seguir
ordeñándolo a su antojo, convertido ya en un pelele a su merced; y más
asco todavía que las facciones políticas adversas callen melindrosas,
por temer a que les saquen los colores, pues sus filas están infestadas
de otros desaprensivos semejantes que han participado en parecidos
chanchullos.
En
su Epístola exhortatoria a las letras, Juan de Lucena nos enseñaba que
los gobernantes siempre son ejemplo para el pueblo: «Jugaba el rey,
éramos todos tahúres; estudia la reina, somos todos estudiantes». ¡Pobre
España, en manos de un impostor!
(*) Columnista
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